martes, 20 de julio de 2010

g&m

[dancing with myself de =cherubicka]

c
ontigo me volví una gran novelista, por contar todas esas fantásticas historias donde nuestra amistad solo quedaba en eso. esos sortilegios en los que debía olvidar que tu mano siempre se enlazaba a la mía en cada oportunidad oculta, que tus labios se deslizaban por mi cuello cuando ningún profesor estaba viendo y que esa sonrisa de superioridad que portabas cada mañana era por mi causa. porque te sabías conocedora, ama y señora de mí, de todo mi cuerpo y alma. y no te molestaba en disimularlo demasiado.

y aunque todo el mundo me diga que ahora he cambiado, que ahora soy más sensible, más humana, siento que he perdido algo. y algo es muy poco. te llevaste lo mejor de mí, también lo peor. me arrebataste todo y aunque mi padre se empeñe en hacerme ver mi corazón bondadoso y mis modales con las personas mayores, yo sé que ese algo nunca lo podré ser.

domingo, 4 de abril de 2010


[Porcelain State of Mind de ~TakoyakiBall]

todo había cambiado
a ver si el ver era sencillo
no hay reclamo que aguante
los berridos del ángel
las tacañerías de su mirada
que desnuda
mis piernas
y la manta que me cubre
los codos
las espantosas nauseas
en que sucumben sus pies
pero
abrir y cerrar las ventanas
no basta
para que el lápiz atraviese el cristal
y una las cuencas vacías
de sus ojos
devorados por el lobo
que yo soy.

domingo, 21 de marzo de 2010

Lápidas entrecurzadas

[These Dreams of You de *Insomnolepsy]

SAN José abrió los ojos y extendió los brazos, se cayó la figura de cerámica por décadas entre sus brazos. El rostro de Jesús hecho trizas. Elevó una pierna, luego la otra; se bajó del pedestal en el que estaba (su pie sobre los ojos del Niño). La iglesia se llenó del chillido de sus articulaciones secas. Las baldosas eran las lápidas, profanadas por la luz de la luna, otorgadora de vida. No hay prueba que ella no pueda, no hay destino que no conozca mientras tenga que girar en su misma órbita.
Así callada como el astro nocturno permanecía el templo hasta que pisadas y trizas volaron. El testigo ocular destrozado quedó. Nadie que vea moverse sus brazos barnizados y su bigote recio, girando en torno de sí. Si pensaba, si sentía, era secreto de materiales caducables, nunca más que carne, nunca menos que alma. El coro cantaba, mecía su túnica, la encantaba hacia una nueva dirección.
La música es capaz de atrapar santos y arrastrarlos por sus contornos. José miró los demás pilares. Santos bajo su tutela lo miraban, sus manos inmóviles se desplegaban hacia él. Y el centro eran sombras de velos, cuerpo envuelto. Pisadas. A dónde lo dirigirá la próxima tonada. Cerrar los ojos no es manera de averiguarlo y por eso la despierta. Pero nadie responde, sonido hueco. María es solo otra máscara, no oye lo que él puede, no llama como José la ha llamado.
Sus llamas no abrirán sus puertas, porque ella sellada se ha quedado. José camina hacia el altar mayor, quedando detrás los pliegues de su ropa, los girones que están hechos. Marrón y celeste. Atravesó la comunión a gatas, con las manos, ni las espadas de los ángeles ni sus miradas sagaces detuvieron el impulso.
Ya estaba la santa ante sus manos. Mirada de cristal que atraviesa desde la gracia hasta el papel. En sus manos descansaba Jesús. José cerró las manos en su pequeña cabeza, en sus orejas pardas desapareciendo en las sombras. Ignorarlo era más fácil que destruirlo. La tonada guió sus dedos por el arco, arrastró su cuerpo junto al de ella.
La candencia subió, las paredes retumbaron. El párroco dormía al otro lado del muro. Los oídos no escuchan lo que la mente niega. El coro no fue interrumpido, el desliz de la túnica de María tampoco. El ser que transciende, el que es arquitecto y demoledor, el que puede convertir la sangre en agua y el acero en aire. Velos en sobre la base del pedestal, otro sobre la cabeza de Jesús.
No hay parte que no haya soñado, estructura no diseñada por sus manos de carpintero. Las esculturas no pueden sentir. El fuego que quema sus carnes incapacitadas de hablar sobre sus dientes y sus labios paralizados. Ni uno ni otro ha de explicar la ausencia de aire entre sus cuerpos, las manos de José recorriendo el cuerpo desnudo. Devorándola en sus fauces, acariciando y entrando.
Nadie entenderá mañana, cuando la luna deje de brillar, las pisadas que destruyeron la figura del Niño Jesús, ni los lienzos tirados en pleno altar. Porque los ojos se ciegan a ante lo que no quieren ver (igual que los oídos). Así que la escultura ante el altar, la nueva creación del deseo de la música y de las noches de somnolencia desapercibida pasará. El párroco se levantará, se santiguará ante ella y dará la misa como todos los domingos. No habrá vista que se alce para reconocer, esos cuerpo unidos, enredados por primera vez para el resto de las décadas. Nadie verá la desnudes, la ausencia de vergüenza en sus miradas. La audacia de San José para terminar lo comenzado. Para desear, para poseer.
…a la que nunca poseyó.

sábado, 7 de noviembre de 2009


[Immodestly de ~Sorenquist]


la profundidad lo devoró
negando las fauces abiertas
cerrando atención a sus manos
que como sus creaciones
sienten
y se revuelven por sí mismas .
nunca vi el aire abstracto
acariciarse
pero tú, él, todo lo puede
porque eres grande
enorme hasta aburrirte
pero no encuentras hoyo
en el cual caber
y seas madre
no dadivoso esbozo
de hombre
con barba y azul
sino un adicto
para ti
hasta hartar a la nada
desde la que surge
desnudo__desnuda
destruyendo
el sueño que no lo es todo
solo es el punto de pie
para que al acostarse
pienses
en que al abrir y cerrar
no hay astillas que dilaten
sino el fondo
por donde tú mismo descendiste.

jueves, 22 de octubre de 2009

[the devil's alphabet-K de *lauren-rabbit]

quiero follar
hasta que la virginidad
se me escurra por las piernas
en una oda a María
en sus escrupulosas manos
que no abren
solo quieren pensar
en su cama__desnuda
para la pared
la ventana cerrada
la luna no brilla
para contornear su cuerpo
tampoco hay quien ver
ellos mismos se negaron
así que cierra los ojos
la sangre que escurre
no es tuya
sino de tu hijo
que nació separando con los dedos
juntos
no había más que tocar
tú y tu danza
subiendo solos a la cruz
el hombre cruza el cielo
baja
no quieres volver a tocar
no hay cura para el suicidio
de la devoración
hoy___hubieras querido ser solo otra
abriendo las piernas
al primer postor.

sábado, 5 de septiembre de 2009

01/09/09


[Nearly empty de ~VicDaR3n]


nunca volverá a ser la misma
no importa cuántas veces lo expulse
las marcas
no son las que deja el cuerpo
sino las que ves tiradas
en las calles
subiendo los ojos___orando
no hay palabras en tu mente
los gestos son el lenguaje
del hambriento____el que maldijo
y con sus manos__creo
no soñó que al sétimo día____desplomándose
se fue a descansar
no__ella se distendió
y ya no hubo garantías
solo las recompensas de la semana
de soplar polvo___cerrando los sentidos
porque el futuro
ni por los ojos de dios se ve.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Solo tienes que cruzar el cielo

[Acts of agony de ~mbdsgn]

-NO quiero volver sola.
Él dirigió la vista hacia ella. La luna ingrata había hecho acto de presencia en el manto estelar, esa noche las estrellas danzaban en lo alto, deslizándose entre los mortales y incrustándose en sus ojos negros. Su rostro estaba serio, oculto la mitad por las tinieblas que entre sus faldas se escurrían, su vista perdida en el infinito de las nubes. Mas sus manos demostraban la inquietud que se cernía en sus pensamientos, descansando sobre su regazo, se retorcían entre ellas. Como si solo fueran papel. Aquel que se deshacía y el viento se llevaba lejos. Como pronto ella los acompañaría.
-No quiero irme sin ti.
-¿No crees que ese sentimiento es algo egoísta?
-¿Y qué sentimiento no es egoísta? –preguntó escéptica.
Él admitió que perdía contra ese argumento, pero ni así cedió. Sus ganas de seguir a su lado lo consumían como si estuviera hecho de caramelo frente a un niño goloso. Pero… no podía. Ella ya tenía su vida casi consumada. Y él solo era un abogado que acababa de salir de la universidad. Y lo único que llevaba en su cartera era su tarjeta de crédito y la incertidumbre que se le presenta a cualquier recién egresado. ¡Y ella le pedía que la siguiera hacia los confines de la tierra! Volvió a negar ante sus fugaces ojos, volvió a negarse ante sus manos temblorosas, ante su sonrisa retorcida y su perfume de rosas. Se negó también ante su propio deseo de permanecer no lejos de su sombra.
-No quiero irme sin ti –repitió.
Y él ya no quería escucharlo, porque sabía que en algún momento de la noche, sus palabras dejarían de tener sentido. Y le embriagaría la perspectiva de la soledad, y sería vulnerable cada una de las descabelladas ideas de la mujer que tenía al lado. Le prometería aquellos aspectos que no estaba dispuesto a ceder en sus momentos de sensatez. Ella comenzaría hablar de esos prados en los que de niña, paseaba, donde sus juegos más importantes se habían realizado, donde sus amas de llave tenían que ir a buscarla cuando se escapaba antes de la cena. Le narraría sobre la mansión y cada una de sus alas, él la escucharía con ceremonia, haría una plano imaginario en su memoria y se internaría en aquellos pasadizos. Sus pasos retumbarían ante la luz que se cola por la cortinas de Gran Salón. Pero mientras la conciencia habían gobernara sus sentidos, él apelaría a su sentido común y sus ganas de no querer complicarle la vida. Porque ella arriesgaría mucho y él no le dejaría hacerlo.
-Nos podremos ver cuando vengas de paseo a la capital –trató de disfrazar su voz ahogada, sus ojos trémulos.
Esta vez fue el turno de ella de negar, de hundirse en aquellas quiméricas palabras. Pero ella no soñaría porque estaba cansada de hacerlo. Quería por una vez solo actuar, por eso, le pedía a él que abandonara todo y se fuera con ella. Por eso, no quería predecir con su fría lógica los revuelos que se armarían cuando no volviera a su hogar, sola. Se saltearon todos los preámbulos, sabiendo ambos que de nada servía negar lo evidente. Planearon el viaje, qué día saldría y las cosas que llevarían. Acordaron vender algunas cosas y los muebles donarlos a una institución de apoyo a la mujer, en la que él había hecho unas prácticas años pasados.
-Vamos juntos…

domingo, 23 de noviembre de 2008

Erramientras * Primera novela


Prefacio

Y
, de un momento a otro, me di cuenta de que todo era un sueño. De que yo la había desgastado en la ficción, de que en la realidad ya no quedaba nada. Y ambos estamos atrapados y aunque el mundo se empeñara en abrir nuestras puertas e internarnos en sus mareas, solo eran nuestros cuerpos los que de ese jardín salían. Lo importante y eterno, que es el alma, encerrada para siempre había decidido entregarse entre esos bosquejos que solo en nuestra imaginación llegaban a materializarse.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Lo que un día fue un ideal

CON ella no importaban las palabras, no había palabras. Solo sentimiento, solo corazón. Su pluma ágil se movía, transcribiendo aquel código indescifrable, complejos algoritmos, un rayo láser que cruza el cuerpo y adormila la razón. Ella era como la pólvora, encendía callada y acababa con luces. No le encontraba límites a la razón, dejaba de preocuparse de cuestiones transcendentales para converger sus ideales en el hoy. En su voz mesurada, algo ronca y siempre ausente. En sus labios felices, pequeños trozos de papel que no despegaban sus dobleces, como dádivas se entregaban. Regalos a un ser supremo, superior. Uno en el que no creo, en el que ella, tampoco, creía. Ella unía lo místico con las austeras avenidas que cruzábamos todas las tardes, donde los carros confluían, y aún lo hacen; algún extraño se detenía para observar aquel manantial de hebras de trigo, danzando al son volátil de la lluvia y el viento.

Quizás era incómodo salir con ella por esa razón, dentro de la estrecha conglomeración de edificios y naturaleza que era la universidad, su existencia indefinida se colaba entre el espacio del hombro y la mano, olvidando su importancia, su sentir. Pero afuera de esas murallas de caramelo y ocultas sonrisas -miradas de soslayo, desvelos de secretos del delicado cuerpo-, las observaciones no eran un inestable retrato, eran públicas y atrevidas, constantes y sonantes. Y ella parecía no darse cuenta de nada. No vislumbraba los brazos que la eludían ni el gesto esmerado. A veces, hablaba incesante, se desgarraba los codos, las rodillas y los pies de ángel en su monólogo interior. Como una dulce reproducción, una cacofonía funcional. Otras, las tumbas tenían más vida y las cenizas calcinadas eran más reales, menos abstractas. Ella se había convertido en ficción.

***

Ahora, las palabras salen a borbotones de mi mente, quieren llegar a sus oídos; pero el amor, a veces, no puede traspasar el límite del cosmos. Si alzo mi mano, puedo ver como nuestros dedos llegan a enlazarse, solo para mí.

lunes, 6 de octubre de 2008

El sueño de tus ojos

CUANDO mi padre se fue, mamá empezó a trabajar de noche más para acallar sus penas que para solventar los gastos de la casa. Ella se despedía con un beso en la frente, dejándome recostado sobre la cama. Yo cerraba los ojos para simular dormir y no preocuparla. Cuando escuchaba el sonido de la puerta, me destapaba por completo, recostándome encima de una vieja colcha. Estaba tan gastada que su cubierta era un nido de motitas, me encantaba arrancar una a una, mientras el canto de los grillos se unía al vació de la habitación. El sueño me vencía y me quedaba dormido antes de terminar mi titánica tarea. Nunca pude eliminar por completo todas las pequeñas pelusas que tanta fascinación me causaban. A la mañana siguiente, aparecía debajo de las mantas, tan bien arropado que hasta se me dificultaba salir de entre esa cálida cueva. Cada madrugada, recibía la visita de un ángel.

El dinero no era un problema, al parecer mi padre se desligó por completo de nosotros menos en el ámbito económico. Quizás la función de banco le hacía sentir mejor consigo mismo, un alivio divino después de los atareados días de formularios, papeles y la palabra divorcio. Que estaba en los labios de todos. Y yo apenas era consciente del significado que esas sílabas conllevaban para mi futuro, para el de mi hermano. Éramos títeres que se dejaban hacer, sin detener las garras impías del mundo que se divertía con nosotros, como si fuéramos soldaditos de plomo en el campo de batalla de la armonía familiar.

Carecías de decisión en aquellos días, solo observábamos desde nuestro tétrico rincón, rodeados de confites y figuras de acción. Sentíamos los afectuosos brazos de la nana, mientras trataba de apartarnos de la escena, del dolor, de la tristeza. Y la amargura bañaba las paredes, con su acaramelado color negro, tal cual fuera chocolate quemado, empalagoso y amargo a la vez. Nosotros permanecíamos hipnotizados, como si la escena fuera un espectro grandioso, místico. Estábamos fuera de lugar o, quizás, el problema era ellos. Ellos quienes no sabían donde discernir, con qué palabras tratar y cuándo se debe callar. No había actos violentos, pero estaba claro que no reinaba el amor. Había más que tensión en la sala, en el comedor, en la cocina solo se veían afilados cuchillos y los vidrios rotos del cuadro del comedor. Nuestra casa era el universo, si me asomaba por la ventana podía observar el límite de la vía Láctea. El cosmos, las estrellas, soles y lunas, todo se agotaba entre estos muros.

Después de eso no había nada. Éramos simples retratos y las pinturas convergían en nuestros rostros, las expresiones, cada una más triste. En los días de sol, cerraba los ojos; en los lluviosos, bailaba mientras las gotas rociaban mi cuerpo, congelaban el mármol de mis manos, la sonrisa de mi corazón. Era como si estuviéramos predispuestos a la agonía, la aceptamos y la hacíamos parte de nuestra vida diaria. Se sentaba enfrente de mi padre, agradecía la comida a mi madre, entretenía con sus gestos chistosos a mi hermano y a mí se me abalanzaba por la espalda, resguardándome en su lecho. Mi cabeza contra su pecho, su espalda contra la pared. Y el límite de los mundos. Si dabas un paso lejos de la puerta de bienvenida caías al vacío.

El día que mi padre cruzó el umbral que separaba el universo con la nada inexistente a mis ojos, mi cuerpo se estremeció en una danza volátil, negando lo que mis sentidos percibían. Creo que escuché el sollozo ahogado de mi hermano entre las blondas del vestido de la nana y el fantasma de mi madre de fondo, tan pálido su rostro que pude ver convergir sus facciones con las níveas malformaciones del papel tapiz que nos rodeaba, que nos tragaba en su cueva, cálida y, ahora, congelada como si la madera se hubiera extinguido de la chimenea.

Mi madre comenzó a volverse frenética con su trabajo, meticulosa como nunca en cada postre que hacía para nuestro deleite, cada comida. Se obsesionaba con cada ridiculez que se posaba ante sus ojos, fundiéndose en nuevos sentimientos y en deseos febriles de olvido. Decidió que mis días encerrado en nuestro mundo habían acabado, que debía conocer otras galaxias, visitar nuevos estrellas y sufrir con otros asteroides. Fue un día caluroso cuando llegó con una sonrisa radiante, que solo engañaba a sí misma y su espejo, trayendo consigo la buena pro de que había elegido el nido, colegio, centro de educación o lo que fuera que la mano que movía las piezas de ajedrez deseaba. Aquel ente superior solo se encargaba de poner nuevos retos y obstáculos en el camino y, luego, nos divertía con su galante retira, entre sus carcajadas y mis lágrimas.

Y aunque ojos se volvieron negros y me encapriché en no ponerme la casaca azul, mi madre me condujo con sus débiles brazos hacia una puerta que llegaba hasta el cielo, se perdía sus límites entre las acolchonadas nubes y mis acuosos ojos. Era una reja tan oscura como el carbón, la nieve y la noche. La luna se estrellaba entre sus manijas, mis manos temblaban entre las suyas. Aferró sus impolutas uñas entre los retazos de mi chaleco, mirándole con aquella ternura que movía y hacía funcionar la casa a la perfección. Yo me perdí entre el opaco brillo de sus ojos almendrados, pensando en el trigo con que se elaboraba el pan y la danza de la lluvia en los desiertos, aquel mar de arena. Y ella seguía escrutándome con sus ojos, ya empapados por las emociones reprimidas, por los días de soledad y por la callada comprensión que sabía que nosotros le dábamos.

Detrás, a lo lejos se encontraba la nana, con sus negras hebras enmarañadas en dos trenzas, que le caían a los lados. Mientras mi hermano jugaba con la cinta que mantenía aquella acrobacia de los hilos de la noche. Sabía que aunque su mirada franca permanecía tranquilla, ella también quería abalanzarse sobre mi cuerpo en besos y llantos. Mi pequeño ha crecido, había susurrado la noche pasada antes de internarme en las profundidades de los cielos, junto a los dioses olímpicos. Ya de madrugada le había despertado el taconeo inquieto de su madre, que buscaba más formas de distraerse. Quería otro trabajo que ocupara los momentos en que el sol eclipsaba, pero aún no le llegaban los resultados. Por ahora, se mantenía resguardando mi sueño, la casa, la galaxia entera. Con su carro atado la llamarada de fuego inmortal se paseaba de noche y de día entre las paredes del que era su reino.

Al partir del núcleo del universo, mis piernas me faltaron en estabilidad y mi mirada se nubló en los recuerdos en los que el dios Cronos detenía su marcha, para permanecer un instante callado a las alharacas del mundo, de los seres terrenales y del olvido mortal. Con ello restablecía mi lazo con el universo, probaba su sagrada y ufana comunión. Luego, mis miembros se hicieron fuertes y mi mirada se endureció, se olvidaron las réplicas y, cada mañana, mi cuerpo, un ente autónomo, brincaba fuera de la cama como un ánima expulsada de las dádivas del infierno. El reflejo en aquel cristal de consistencia pavorosa había sufrido una metamorfosis, un cambio de estado, una inevitable cristalización.

Y el invariable proceso se repitió día con día. Como un rito religioso, un artilugio de la naturaleza. A eso, el hombre lo llama evolución, tan santificado casi como la pérdida de inocencia. Los alimentos ya estaban en la mesa cuando mis ojos cruzaban el umbral que delimitaba mi territorio a lo que se había convertido, ahora, en una jungla en la que la supervivencia estaba asegurada en manos caritativas. Ya no había rastros del ayer, trozo de cielo, sueño efímero y nada certero, en el que el centro, mi estabilidad, se congregaba en el hogar, los arrumacos en la sala y los cuentos por la noche. El cristal se había roto.

No había ánimos para alimentar el buen comportamiento, y las noches de desvelos a la espera del sonido de la puerta se perdieron. Continuaron los pétalos de rosas que tenía por mejillas, las sonrisas como algodones de azúcar, las palabras cálidas que rozaban entre las gélidas paredes que constituían la unidad escolar y las miradas de aprobación tras una tarde empleada en dibujos. Pero faltaba una pieza esencial de la foto, como si el ser supremo lo hubiera arrancado sin pedir permiso u opinión.

Las carpetas eran algo incómodas en primera instancia; luego, ellas se fueron amoldando o mi cuerpo a ellas. Las sombras que se movían entre los pasillos, recorriendo inquietos bajo tétricas miradas y dulces reprimendas, no causaban mi interés. Era como si estuviera apartado de ese mundo. Yo pertenecía a otro universo, uno que apenas había caudado. Supongo que las psicólogas estaban preocupadas por mi misántropo comportamiento, porque pronto la figura de mi madre, aquella exuberante señora que era el eje de mi vida, se hizo presente, también, en el colegio. La reunión a la que fui privado de invitación, me pareció que duró horas. Otra vez aquel supremo en mi contra, deslizando sus dedos afilados entre las manecillas del reloj, deteniéndolas. Cuando se vio librada de su inquisidora que atacaba con su condenada magia y hechicería, mi madre se reunió entre mis brazos, apartándome del consuelo de sus ojos, internándome en la limosna de sus brazos.

Por los siguientes días estuvo esquiva a mis inconscientes preguntas, tratando de resolver el problema en el plano astral de su imaginación. No halló respuesta entre sus álbumes de antaño y las llamadas a su madre, que abarcaron varias horas de la tarde antes empleado en distracciones detallistas y trabajo. La había absorbido otra nueva página en su vida, su problema siempre fue la obsesión con la que se tomaba los asuntos, tornándolos en eventos inescrutables. Y, ahora, ¿qué podía hacer el autor de aquella catástrofe para devolver su existencia al orden anterior?

Mi hermano, por ese entonces, solo era una fuente de cariño y mimos entretenidos. Para ella era un alivio, en sus horas de descanso, sentarse frente a su cuna, mientras meneaba las yemas de sus dedos entre esas insípidas hebras de castaño cabello. La nana, en aquel momento, se deshacía de su vestido de eterna guardiana del infante, y se deslizaba hacia mi cuarto para ayudarme con las tareas. Mis incoherentes apuntes, los números ininteligibles y las manchas de sopa. Como un manso cordero ordenaba el caos de mi mochila, pintaba conmigo los bosquejos de las leyes cívicas y la bandera nacional, mientras entonábamos una melodía, que en los añorados días, mi padre interpretaba al piano. Aquellas reliquias que ya no vuelven.