domingo, 23 de noviembre de 2008

Erramientras * Primera novela


Prefacio

Y
, de un momento a otro, me di cuenta de que todo era un sueño. De que yo la había desgastado en la ficción, de que en la realidad ya no quedaba nada. Y ambos estamos atrapados y aunque el mundo se empeñara en abrir nuestras puertas e internarnos en sus mareas, solo eran nuestros cuerpos los que de ese jardín salían. Lo importante y eterno, que es el alma, encerrada para siempre había decidido entregarse entre esos bosquejos que solo en nuestra imaginación llegaban a materializarse.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Lo que un día fue un ideal

CON ella no importaban las palabras, no había palabras. Solo sentimiento, solo corazón. Su pluma ágil se movía, transcribiendo aquel código indescifrable, complejos algoritmos, un rayo láser que cruza el cuerpo y adormila la razón. Ella era como la pólvora, encendía callada y acababa con luces. No le encontraba límites a la razón, dejaba de preocuparse de cuestiones transcendentales para converger sus ideales en el hoy. En su voz mesurada, algo ronca y siempre ausente. En sus labios felices, pequeños trozos de papel que no despegaban sus dobleces, como dádivas se entregaban. Regalos a un ser supremo, superior. Uno en el que no creo, en el que ella, tampoco, creía. Ella unía lo místico con las austeras avenidas que cruzábamos todas las tardes, donde los carros confluían, y aún lo hacen; algún extraño se detenía para observar aquel manantial de hebras de trigo, danzando al son volátil de la lluvia y el viento.

Quizás era incómodo salir con ella por esa razón, dentro de la estrecha conglomeración de edificios y naturaleza que era la universidad, su existencia indefinida se colaba entre el espacio del hombro y la mano, olvidando su importancia, su sentir. Pero afuera de esas murallas de caramelo y ocultas sonrisas -miradas de soslayo, desvelos de secretos del delicado cuerpo-, las observaciones no eran un inestable retrato, eran públicas y atrevidas, constantes y sonantes. Y ella parecía no darse cuenta de nada. No vislumbraba los brazos que la eludían ni el gesto esmerado. A veces, hablaba incesante, se desgarraba los codos, las rodillas y los pies de ángel en su monólogo interior. Como una dulce reproducción, una cacofonía funcional. Otras, las tumbas tenían más vida y las cenizas calcinadas eran más reales, menos abstractas. Ella se había convertido en ficción.

***

Ahora, las palabras salen a borbotones de mi mente, quieren llegar a sus oídos; pero el amor, a veces, no puede traspasar el límite del cosmos. Si alzo mi mano, puedo ver como nuestros dedos llegan a enlazarse, solo para mí.

lunes, 6 de octubre de 2008

El sueño de tus ojos

CUANDO mi padre se fue, mamá empezó a trabajar de noche más para acallar sus penas que para solventar los gastos de la casa. Ella se despedía con un beso en la frente, dejándome recostado sobre la cama. Yo cerraba los ojos para simular dormir y no preocuparla. Cuando escuchaba el sonido de la puerta, me destapaba por completo, recostándome encima de una vieja colcha. Estaba tan gastada que su cubierta era un nido de motitas, me encantaba arrancar una a una, mientras el canto de los grillos se unía al vació de la habitación. El sueño me vencía y me quedaba dormido antes de terminar mi titánica tarea. Nunca pude eliminar por completo todas las pequeñas pelusas que tanta fascinación me causaban. A la mañana siguiente, aparecía debajo de las mantas, tan bien arropado que hasta se me dificultaba salir de entre esa cálida cueva. Cada madrugada, recibía la visita de un ángel.

El dinero no era un problema, al parecer mi padre se desligó por completo de nosotros menos en el ámbito económico. Quizás la función de banco le hacía sentir mejor consigo mismo, un alivio divino después de los atareados días de formularios, papeles y la palabra divorcio. Que estaba en los labios de todos. Y yo apenas era consciente del significado que esas sílabas conllevaban para mi futuro, para el de mi hermano. Éramos títeres que se dejaban hacer, sin detener las garras impías del mundo que se divertía con nosotros, como si fuéramos soldaditos de plomo en el campo de batalla de la armonía familiar.

Carecías de decisión en aquellos días, solo observábamos desde nuestro tétrico rincón, rodeados de confites y figuras de acción. Sentíamos los afectuosos brazos de la nana, mientras trataba de apartarnos de la escena, del dolor, de la tristeza. Y la amargura bañaba las paredes, con su acaramelado color negro, tal cual fuera chocolate quemado, empalagoso y amargo a la vez. Nosotros permanecíamos hipnotizados, como si la escena fuera un espectro grandioso, místico. Estábamos fuera de lugar o, quizás, el problema era ellos. Ellos quienes no sabían donde discernir, con qué palabras tratar y cuándo se debe callar. No había actos violentos, pero estaba claro que no reinaba el amor. Había más que tensión en la sala, en el comedor, en la cocina solo se veían afilados cuchillos y los vidrios rotos del cuadro del comedor. Nuestra casa era el universo, si me asomaba por la ventana podía observar el límite de la vía Láctea. El cosmos, las estrellas, soles y lunas, todo se agotaba entre estos muros.

Después de eso no había nada. Éramos simples retratos y las pinturas convergían en nuestros rostros, las expresiones, cada una más triste. En los días de sol, cerraba los ojos; en los lluviosos, bailaba mientras las gotas rociaban mi cuerpo, congelaban el mármol de mis manos, la sonrisa de mi corazón. Era como si estuviéramos predispuestos a la agonía, la aceptamos y la hacíamos parte de nuestra vida diaria. Se sentaba enfrente de mi padre, agradecía la comida a mi madre, entretenía con sus gestos chistosos a mi hermano y a mí se me abalanzaba por la espalda, resguardándome en su lecho. Mi cabeza contra su pecho, su espalda contra la pared. Y el límite de los mundos. Si dabas un paso lejos de la puerta de bienvenida caías al vacío.

El día que mi padre cruzó el umbral que separaba el universo con la nada inexistente a mis ojos, mi cuerpo se estremeció en una danza volátil, negando lo que mis sentidos percibían. Creo que escuché el sollozo ahogado de mi hermano entre las blondas del vestido de la nana y el fantasma de mi madre de fondo, tan pálido su rostro que pude ver convergir sus facciones con las níveas malformaciones del papel tapiz que nos rodeaba, que nos tragaba en su cueva, cálida y, ahora, congelada como si la madera se hubiera extinguido de la chimenea.

Mi madre comenzó a volverse frenética con su trabajo, meticulosa como nunca en cada postre que hacía para nuestro deleite, cada comida. Se obsesionaba con cada ridiculez que se posaba ante sus ojos, fundiéndose en nuevos sentimientos y en deseos febriles de olvido. Decidió que mis días encerrado en nuestro mundo habían acabado, que debía conocer otras galaxias, visitar nuevos estrellas y sufrir con otros asteroides. Fue un día caluroso cuando llegó con una sonrisa radiante, que solo engañaba a sí misma y su espejo, trayendo consigo la buena pro de que había elegido el nido, colegio, centro de educación o lo que fuera que la mano que movía las piezas de ajedrez deseaba. Aquel ente superior solo se encargaba de poner nuevos retos y obstáculos en el camino y, luego, nos divertía con su galante retira, entre sus carcajadas y mis lágrimas.

Y aunque ojos se volvieron negros y me encapriché en no ponerme la casaca azul, mi madre me condujo con sus débiles brazos hacia una puerta que llegaba hasta el cielo, se perdía sus límites entre las acolchonadas nubes y mis acuosos ojos. Era una reja tan oscura como el carbón, la nieve y la noche. La luna se estrellaba entre sus manijas, mis manos temblaban entre las suyas. Aferró sus impolutas uñas entre los retazos de mi chaleco, mirándole con aquella ternura que movía y hacía funcionar la casa a la perfección. Yo me perdí entre el opaco brillo de sus ojos almendrados, pensando en el trigo con que se elaboraba el pan y la danza de la lluvia en los desiertos, aquel mar de arena. Y ella seguía escrutándome con sus ojos, ya empapados por las emociones reprimidas, por los días de soledad y por la callada comprensión que sabía que nosotros le dábamos.

Detrás, a lo lejos se encontraba la nana, con sus negras hebras enmarañadas en dos trenzas, que le caían a los lados. Mientras mi hermano jugaba con la cinta que mantenía aquella acrobacia de los hilos de la noche. Sabía que aunque su mirada franca permanecía tranquilla, ella también quería abalanzarse sobre mi cuerpo en besos y llantos. Mi pequeño ha crecido, había susurrado la noche pasada antes de internarme en las profundidades de los cielos, junto a los dioses olímpicos. Ya de madrugada le había despertado el taconeo inquieto de su madre, que buscaba más formas de distraerse. Quería otro trabajo que ocupara los momentos en que el sol eclipsaba, pero aún no le llegaban los resultados. Por ahora, se mantenía resguardando mi sueño, la casa, la galaxia entera. Con su carro atado la llamarada de fuego inmortal se paseaba de noche y de día entre las paredes del que era su reino.

Al partir del núcleo del universo, mis piernas me faltaron en estabilidad y mi mirada se nubló en los recuerdos en los que el dios Cronos detenía su marcha, para permanecer un instante callado a las alharacas del mundo, de los seres terrenales y del olvido mortal. Con ello restablecía mi lazo con el universo, probaba su sagrada y ufana comunión. Luego, mis miembros se hicieron fuertes y mi mirada se endureció, se olvidaron las réplicas y, cada mañana, mi cuerpo, un ente autónomo, brincaba fuera de la cama como un ánima expulsada de las dádivas del infierno. El reflejo en aquel cristal de consistencia pavorosa había sufrido una metamorfosis, un cambio de estado, una inevitable cristalización.

Y el invariable proceso se repitió día con día. Como un rito religioso, un artilugio de la naturaleza. A eso, el hombre lo llama evolución, tan santificado casi como la pérdida de inocencia. Los alimentos ya estaban en la mesa cuando mis ojos cruzaban el umbral que delimitaba mi territorio a lo que se había convertido, ahora, en una jungla en la que la supervivencia estaba asegurada en manos caritativas. Ya no había rastros del ayer, trozo de cielo, sueño efímero y nada certero, en el que el centro, mi estabilidad, se congregaba en el hogar, los arrumacos en la sala y los cuentos por la noche. El cristal se había roto.

No había ánimos para alimentar el buen comportamiento, y las noches de desvelos a la espera del sonido de la puerta se perdieron. Continuaron los pétalos de rosas que tenía por mejillas, las sonrisas como algodones de azúcar, las palabras cálidas que rozaban entre las gélidas paredes que constituían la unidad escolar y las miradas de aprobación tras una tarde empleada en dibujos. Pero faltaba una pieza esencial de la foto, como si el ser supremo lo hubiera arrancado sin pedir permiso u opinión.

Las carpetas eran algo incómodas en primera instancia; luego, ellas se fueron amoldando o mi cuerpo a ellas. Las sombras que se movían entre los pasillos, recorriendo inquietos bajo tétricas miradas y dulces reprimendas, no causaban mi interés. Era como si estuviera apartado de ese mundo. Yo pertenecía a otro universo, uno que apenas había caudado. Supongo que las psicólogas estaban preocupadas por mi misántropo comportamiento, porque pronto la figura de mi madre, aquella exuberante señora que era el eje de mi vida, se hizo presente, también, en el colegio. La reunión a la que fui privado de invitación, me pareció que duró horas. Otra vez aquel supremo en mi contra, deslizando sus dedos afilados entre las manecillas del reloj, deteniéndolas. Cuando se vio librada de su inquisidora que atacaba con su condenada magia y hechicería, mi madre se reunió entre mis brazos, apartándome del consuelo de sus ojos, internándome en la limosna de sus brazos.

Por los siguientes días estuvo esquiva a mis inconscientes preguntas, tratando de resolver el problema en el plano astral de su imaginación. No halló respuesta entre sus álbumes de antaño y las llamadas a su madre, que abarcaron varias horas de la tarde antes empleado en distracciones detallistas y trabajo. La había absorbido otra nueva página en su vida, su problema siempre fue la obsesión con la que se tomaba los asuntos, tornándolos en eventos inescrutables. Y, ahora, ¿qué podía hacer el autor de aquella catástrofe para devolver su existencia al orden anterior?

Mi hermano, por ese entonces, solo era una fuente de cariño y mimos entretenidos. Para ella era un alivio, en sus horas de descanso, sentarse frente a su cuna, mientras meneaba las yemas de sus dedos entre esas insípidas hebras de castaño cabello. La nana, en aquel momento, se deshacía de su vestido de eterna guardiana del infante, y se deslizaba hacia mi cuarto para ayudarme con las tareas. Mis incoherentes apuntes, los números ininteligibles y las manchas de sopa. Como un manso cordero ordenaba el caos de mi mochila, pintaba conmigo los bosquejos de las leyes cívicas y la bandera nacional, mientras entonábamos una melodía, que en los añorados días, mi padre interpretaba al piano. Aquellas reliquias que ya no vuelven.

domingo, 28 de septiembre de 2008

VI

[Waking up in a strange world de *indospan]

HUBO una vez, una princesa encantada;
La armonía y la ficción a su cama se amoldaban;
La vid y el cariño, son dos plantas que regaba,
Daban sus frutos, que en la noche ella regalaba.

sábado, 28 de junio de 2008

...donde se unen el cielo con el suelo

"PARECES un gato callejero, salvaje y orgulloso. Pero puedo ver que tu corazón está herido. En su momento pensé que era fascinante. No me daba cuenta de lo mucho que te dolía."

Nana.